En este blog intentamos establecer una conexión entre los conceptos: educación, ciencia, ciudadanía, desarrollo comunitario, enriquecimiento cultural, crecimiento personal y cambio social

martes, 16 de febrero de 2021

El tiempo del caracol

 

Un precioso texto de Luis Ayma. Para leerlo estilo caracol.

 El Tiempo del Caracol

Julia tiene once años. El verano pasado estuvo en el pueblo con sus abuelos. A esa edad, el tiempo de verano es breve pero infinito en la memoria. Entre otras cosas, su abuelo le enseñó los rudimentos de la crianza de caracoles. Por afición, en su jubilación, se había construido una mini granja de caracoles que en edad laboral no quiso convertir en obligación. En su lugar se hizo librero y de tanto leer y tan poco vender, se le cerró un negocio que casi le rompe el corazón.
Para su granja, había estado documentándose toda la vida: Helix Aspersa, Helix Pomatia, mezcla de trigo y salvado, fuente de proteínas única, calcio, su asombrosa naturaleza hermafrodita y gran capacidad de reproducción… - En Francia son considerados un mangar exquisito; una de las clases más extensas de los moluscos, también denominados univalvos, constan de un área cefálica, un pie musculoso y concha ventral” –, desarrollaba el abuelo Paco en las sobremesas, cuando en Madrid los caracoles sólo se encontraban en un bar tabernario en los aledaños de El Rastro con el nombre de tan singular gasterópodo.  Después de todas aquellas disertaciones estivales con su nieta sobre el mundo caracol, le regaló uno de los pequeños contenedores que con tanto cuidado había diseñado para la perfecta crianza y confort de unos caracoles, cuyo destino consistía en engordar y reproducirse, ya que sin depredadores y la ya poca apetencia gastronómica del abuelo por ellos, vivían en una especie de Paraíso Caracol. En aquellos días previos a la vuelta, Julia recolectó más de una treintena entre las piedras de los muros   y los acomodó en su pequeño criadero. Ante la sorpresa de su padre, éste fue el primer bulto que introdujo en el coche, renunciando con ello a otros tesoros y juguetes que se quedaron en los rincones de la casa como centinelas mudos de su infancia.
Se acabó el verano. Ya no es tiempo de caracoles.
Cuando una niña de once años vuelve de vacaciones, todo se acelera, preparar el material escolar, las clases, las estrambóticas actividades extraescolares, sobre las que el abuelo pregunta, pero no entiende porque la calle era su única y diversa actividad extraescolar. Han pasado tres días de la vuelta y el verano en el pueblo ya es evanescente. El cuidado del caracol exige el tempo del caracol y los de Julia quedaron abandonados en un rincón del invierno de su terraza. Por fortuna para ellos, la malla del pequeño criadero tenía un pequeño agujero por el que consiguieron escapar. Su abuelo ya le advirtió: “Son tremendamente listos. Su sistema nervioso es aparentemente sencillo, pero de gran complejidad; cuando son larvas sufren el fenómeno de torsión, su masa visceral gira sobre el pie y la cabeza. Esto les hace excepcionalmente inteligentes”. De allí, se fueron al humus de las plantas al que siempre habían pertenecido.
Un virus ha cercado la humanidad. Repetimos la historia de nuestros antepasados neandertales; encerrados en la cueva para que el tigre dientes de sable no nos atrape.  De tanto esperar, se detuvo el tiempo, pintaron las paredes y nació el arte… -  Abuelo ¿Por qué pintaban los prehistóricos? – ¿Por qué va a ser?, porque se aburrían como monos. Bueno casi lo eran… Y Julia encuentra explicación.
Julia da vueltas por la terraza, mira las flores, parece aburrirse, coge pequeños trozos de madera, observa que todavía las golondrinas no han comenzado la reconstrucción laboriosa de sus nidos, con su hermano pinta en el suelo de la terraza formas extrañas, únicamente comprensibles por ellos; de nuevo piedra contra piedra. Es como si se les hubiese ampliado la mirada.
 Los caracoles han salido de su largo invierno y de nuevo avanzan dejando su rastro; Julia los sigue, se reencuentra con ellos, limpia su criadero, lo dispone todo para la recepción de los antiguos huéspedes y, poco a poco, va recuperando sus caracoles peregrinos.
- ¿Dónde han estado todos estos meses papá? ¿Son los mismos?
- Si, y alguno nuevo. Han estado esperando, los caracoles son expertos en esto, saben detener el tiempo, se meten en su concha y esperan; así lo han hecho contigo, así lo hace tu abuelo todos los inviernos. Todos te estaban esperando.  Su lentitud es su virtud. La gente dice que son muy lentos, pero te puedo asegurar que son capaces de recorrer grandes distancias.  El abuelo argumenta en la memoria de Julia - Ahora no lo entiendes, pero son como las personas, cuanto más lentos somos, más recorremos. En este tiempo que estamos hablando, uno se ha escapado de la jaula y mira hasta donde se ha ido; para ti sería una gran distancia, pero para nosotros ya no lo es.
Todos los días, Julia sube presurosa a la terraza para ponerlos al sol traicionero de abril. Observándoles, ha descubierto que cuando están al sol “se espaliban”, como ella dice. Ya no dice que tienen cuatro ojos, ahora habla de pedipalpos, boca de rádula raspante…  - Gastero es estómago, podo es pie… ¿No lo ves papá? Gastero – podo”.  Me muestra la concha con doctas explicaciones en las que argumenta que es necesario que sea tan dura para proteger sus órganos vitales.
-¿Sabes? Si se rompe la concha, les vuelve a nacer. El abuelo decía que por eso son como nosotros-. Son varios los mutilados que nutren su granja. Con ellos tiene especial cuidado.
Julia guarda todas las cáscaras de huevo para machacarlas y mezclarlas con maíz. Dice que es la comida preferida de los caracoles y que de esa cáscara ellos obtienen el calcio, fundamental para el crecimiento de su concha. – Papá me has mentido, me dijiste que cuando se retorcían estaban chingando. Es mentira, lo he mirado en Internet y dice que se están reproduciendo. Parece quedarse tranquila y no se lo desmiento.
Julia habita el tiempo de sus caracoles y sonríe al observar cómo se retuercen en su frenesí erótico lentamente hasta que se esconden en su caparazón y todo parece detenerse...

Luis Aymá González

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