En este blog intentamos establecer una conexión entre los conceptos: educación, ciencia, ciudadanía, desarrollo comunitario, enriquecimiento cultural, crecimiento personal y cambio social

lunes, 14 de junio de 2010

Eduardo Galeano. "El fútbol a sol y sombra"


Estos días estamos viviendo la pasión de un Mundial de fútbol. Sentimiento intercultural compartido por muchas personas de todo el mundo.

En nuestro barrio, un montón de chicas y de chicos están deseando compartir con sus compañeros y educadores su pasión futbolera.

Eduardo Galeano, que es uno de los pensadores y escritores favoritos de EDUCACIÓN EN ORCASUR (ver aquí "Los nadies"), escribió en 1998 un librito delicioso titulado El fútbol a sol y sombra.

El libro consiste en una sucesión de textos breves, de sólo dos o tres párrafos en los que se cuentan historias o se hacen reflexiones dulces y llenas de sentimiento sobre fútbol, pero que con frecuencia van más allá del fútbol. Pequeñas píldoras de la literatira sencilla y profunda de un Eduardo Galeno magistral. En definitiva, un libro que te engancha a leer y leer una página tras otra con una sonrisa en los labios.

DEDICATORIA
Las páginas que siguen están dedicadas a aquellos niños que una vez, hace años, se cruzaron conmigo en Calella de la Costa. Venían de jugar fútbol, y cantaban:

Ganamos, perdimos,
igual nos divertimos.
PROLOGO

«Todos los uruguayos nacemos gritando gol y por eso hay tanto ruido en las maternidades, hay un estrépito tremendo. Yo quise ser jugador de fútbol como todos los niños uruguayos. Jugaba de ocho y me fue muy mal porque siempre fui un “pata dura” terrible. La pelota y yo nunca pudimos entendernos, fue un caso de amor no correspondido.
También era un desastre en otro sentido: cuando los rivales hacían una linda jugada yo iba y los felicitaba, lo cual es un pecado imperdonable para las reglas del fútbol moderno.»
Eduardo Galeano


Como muestra aquí tienes el artículo "Maradona"

Maradona
Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales.

Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde hacía años el pecado dc ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y cl crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con la izquierda» y también significa «al contrario de como se debe hacer».

Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas dc los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.

Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confesó, cuando ya llevaba muchos años con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de sus devotos y por el odio de sus ofendidos.

El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar la caída del arrogante sudaca intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería.

Después, en Nápoles, Maradona fue santa Maradonna y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y el tritón de la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles. Hacía más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que lo despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles vencía, y cada gol era una profanación del orden establecido y una revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90, la mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.

Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un delincuente que se había hecho pasar por héroe.
Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.

«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido, también, el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída, el Pibe de Oro no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.

Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.

La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, cl precio se cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.

Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, lc reprochan su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a veces dice. Este petiso respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86 y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que cualquier artista conozca las utilidades del show que ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta multinacional del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar:

—El último astro argentino fue Di Stéfano.

Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras. No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.
En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohibe gozar, este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede también ser eficaz.


Aquí y también Aquí puedes encontrar muchas historias de Fútbol a sol y sombra.

Por si prefieres oír la voz de Eduardo Galeano hablando de fútbol












Audio libro "Fútbol a sol y a sombra"



... Y para los amantes del cine les recomiendo la película LA GRAN GFINAL

Dirección: Gerardo Olivares.
Países:
España y Alemania.
Año: 2006.
Duración: 85 min.
Género: Comedia.
Interpretación: Mahamadou Alzouma (André), Esentai Samer Khan (Kosan), Khoshibai Edil Khan (General), Kenshleg Alen Khan (Kumar Khan), Boshai Dalai Khan (Turkan), Ahmed Alansar (Aboubacar), Attibou Aboubacar (Hassan), Tano Alansar (Hamidou), Wirapitang Kaapor, Kinchiran Kaapor.
Guión: Chema Rodríguez; basado en un argumento de Gerardo Olivares.
Producción: José María Morales.
Música: Martín Meissonnier.
Fotografía: Gerardo Olivares y Guy Gonçalves.
Montaje: Rori Sainz de Rozas y Raquel Torres.
Estreno en España: 21 Abril 2006.



En EDUCACIÓN EN ORCASUR:

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